Durante el pasado año coroné cinco veces el Puig Campana. No es la montaña más bonita de Alicante, pero es mi montaña. En ella tengo todo tipo de recuerdos. Cuando era pequeño, muchos domingos iba con mi familia a pasar el día por sus alrededores. Ya desde un punto de vista deportivo, recuerdo que sufrí una pájara terrible hace algunos años, en un periodo en el que no practicaba deporte regularmente. El pasado verano me hice un esguince al desconcentrarme un instante mientras bajaba a toda velocidad. Estaba llegando al Coll del Pouet y levanté la vista del suelo durante más de lo debido. La montaña no perdona. De cualquier modo, los buenos momentos han sido mucho mayores.
Siempre he subido por el runar por una sencilla razón: Me encanta su nivel de exigencia. Precisamente la exigencia es lo que hace que para mí el Puig sea realmente especial. Llegar a su cumbre totalmente exprimido y contemplar la costa alicantina es una de las sensaciones más gratificantes que he experimentado. Recuerdo que hace unos años alcanzaba la cumbre tras casi tres horas. Desde que empecé a correr, he ido bajando ese tiempo poco a poco, hasta alcanzar el 1:20 en mi última visita. Tampoco existen demasiadas recompensas mejores que poder beber agua de la Font del Molí una vez terminado el descenso.
En agosto del año pasado enlacé las ascensiones del Puig y del Ponoig, con un desnivel acumulado cercano a los 1.500 metros. Tras ascender el Ponoig me comí la mejor manzana de la historia bajo un pino. Fuera de su sombra la temperatura se acercaba a los 40 grados. Ese día tuve que beber agua prácticamente estancada en la Font de la Solsida. No me importó que estuviera llena de renacuajos. Un día realmente memorable.
Demasiados buenos momentos, demasiadas alegrías gracias a este gigante que se alza a 1.410 metros a escasos kilómetros del mar Mediterráneo. Mi compañero en los malos y en los buenos momentos. Mi rival. Mi amigo. Mi templo.