Estambul – Febrero de 2014

Me considero un privilegiado. Hay que saber valorar lo que la vida te da. A mis 27 años he viajado más de lo que bastante gente viaja en toda su vida. Además, llevo casi un año viviendo en Alemania, habiendo residido ya en Alicante, Berlín y Frankfurt.
Lo remarco porque, pese a ello, no puedo evitar sentirme un paleto, con escaso conocimiento del planeta y de las innumerables culturas que en él podemos encontrar. Habrá gente que querrá -tal vez- matarme. Aquellos que, como yo, quieran recorrerse el globo entero me comprenderán.
En este viaje he descubierto dos cosas. La primera es que Estambul (e imagino que el resto de Turquía aún más) es muy diferente a Europa Occidental. La segunda podría decirse que es una consecuencia: Franceses, alemanes, españoles… somos más similares de lo que algunas veces pensamos.
Estambul. Probablemente suene extraño, pero no podía evitar sentir cierta desconfianza ante el entusiasmo que me desprendían todas y cada una de las personas que me hablaban de ella. Más sorprendente sonará la causa: No comparto ese fervor, de alcance casi universal, que despierta la ciudad de París.
Sin embargo, no puedo hacer otra cosa que hincar la rodilla ante la antigua capital de Bizancio. Hoy soy yo el entusiasta. Hacía mucho tiempo que no quedaba tan prendado de una ciudad. Ya en el trayecto que nos llevó desde el aeropuerto al hotel, cuando el taxi se quedó parado en un semáforo junto a Santa Sofía, comenzó a atraparme.
Lo primero que hicimos a la mañana siguiente fue dirigirnos al Museo Arqueológico. Allí adquirimos la tarjeta de los museos, válida para tres días. Su precio es de 85 liras (unos 28 euros). Aparte del ahorro económico que supone, permite entrar a Santa Sofía sin hacer cola. Ahora en temporada baja no es primordial, pero en verano debe de ser una estrategia bastante recomendable.
En el primer edificio, que aloja el Museo del Antiguo Oriente, destacan los murales de la puerta Ishtar de Babilonia (me suenan) y el tratado de paz de Qadesh, el más antiguo de este tipo que se conoce.

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En el edificio principal destacan los sarcófagos de origen griego encontrados en la ciudad de Sidón. El Sarcófago de Alejandro (denominado así porque en sus relieves se representan escenas de la vida de Alejandro Magno) data del siglo IV a. C. Además de la estrella del museo, es sin duda una de las piezas de la Antigua Grecia más bellas que he visto, en un estado de conservación extraordinario.

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El tercer edificio, el del Museo de Arte Islámico, contiene la colección menos llamativa de las tres.

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Durante el primer día, como puede observarse, nos acompañó una incómoda niebla. Pese a que la luz en el interior no era la mejor y que se encuentra en pleno proceso de restauración, nada puede empañar visitar el interior de Santa Sofía por primera vez. Estuve en su interior más de una hora. Podría haber estado días. Una auténtica maravilla.

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Cuando las condiciones no son las mejores, la cámara se me queda algo corta. Igual es que no le sé sacar el partido, aunque, tras tres años con ella, lo dudo. A ver si este año puedo comprarme una nueva. La Cisterna Basílica es donde más problemas tuve, lógicamente. Una construcción que gana en belleza sabiendo que se edificó en el año 532 d. C.

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Otro gran punto de interés de la ciudad es la Mezquita Azul, construida a principios del siglo XVII. Tras visitar su bonito interior, nos encaminamos hacia la Pequeña Santa Sofía, una iglesia bizantina del siglo VI reconvertida a mezquita.

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La última parada que hicimos ese día fue en las tumbas de los sultanes, situadas junto a Santa Sofía. Su visita resulta gratuita. Estando cinco días en la ciudad y sabiendo que ese era el único día con niebla, no tenía sentido continuar recorriendo la ciudad aquella tarde. Por la noche estuvimos cenando en el restaurante Hamdi, a escasos metros del Puente Gálata. No se lograba vislumbrar ni la Mezquita de Süleymaniye.

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Pese a que en cinco días salí a correr 2 mañanas, he ganado ¡un kilo! en Estambul. Ver amanecer ante semejantes testigos del paso del tiempo es una experiencia impagable.

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Desde allí fui hasta el Puente Gálata. Durante las dos veces que salí a correr sólo me crucé con un corredor. La gente me miraba como si fuera un extraterrestre. Parecían especialmente alucinados con que fuera en pantalón corto. ¡Pero si habría unos cinco grados! Clima tropical, claramente.

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Durante la mañana visitamos el Palacio de Topkapi. Estando allí uno no puede evitar acordarse de la Alhambra. El primero tiene casi el doble de visitas, pero no es ni la mitad de bonito.

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La visita a los aposentos del harén no me parece -para nada- imprescindible.

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Al salir del palacio aprovechamos para disfrutar en el parque del Sultanahmet del mejor tiempo que tendríamos en todo el viaje.

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Sabiendo esto, decidimos realizar ese día el crucero por el Bósforo. Muchas veces estos cruceros no me suelen gustar. Prefiero ver las cosas caminando. Este me parece muy recomendable. Lamentablemente, uno de los puntos más atractivos del trayecto, la mezquita de Ortaköy, estaba en obras.

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La tarde la pasamos en los barrios de Gálata y Beyoglu, mayormente en los alrededores de la avenida comercial de İstiklal, uno de los puntos más bulliciosos de la ciudad. Allí pudimos encontrar el ambiente más europeo de las partes que visitamos de la ciudad. El contraste con el distrito de los bazares es enorme. En la primera foto de la derecha podemos observar a un turco practicando una de las actividades favoritas de algunos miembros de la población (basándonos en nuestra experiencia durante el viaje). Cualquiera diría que Turquía no está ni en el top 50 de países productores de petróleo. Entusiasmo y dedicación no les falta.

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Yo sólo quería sacar el tranvía, lo prometo. Precisamente esos tranvías, el terreno irregular sobre el que se asienta la ciudad, así como el aspecto decadente de muchas zonas, me recordaron a Lisboa.
La vista nocturna desde el Puente Gálata de la Mezquita de Süleymaniye es, para mí, la panorámica más bonita de la ciudad.

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A la mañana siguiente visitamos la iglesia de San Salvador de Cora, considerada, tras Santa Sofía, la construcción bizantina conservada más relevante de la ciudad. Hasta allí fuimos en taxi.
Cogimos tres taxis durante el viaje, todos ellos con un servicio bueno y barato. El último día, cuando deseábamos ir al aeropuerto, nos tocó bajarnos de tres que nos querían cobrar un precio totalmente desproporcionado. Piensan que tienes prisa por llegar a coger el avión e intentan aprovecharse. Sugiero coger en este caso el transporte público, que permite llegar al aeropuerto desde Sultanahmet en algo menos de una hora. En el trayecto inverso a la ida no tuvimos ningún problema.

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Cerca de la iglesia, todavía hoy se conservan las murallas que protegían la ciudad de Constantinopla de los invasores… hasta que los otomanos abrieron brecha en 1453.

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A continuación visitamos el Acueducto de Valens y el antiguo monasterio bizantino dedicado al Cristo Pantocrátor, hoy convertido en mezquita. No pudimos ver su interior porque en ese momento había misa. La vista desde el jardín de la Mezquita de Süleymaniye es inmejorable.

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Dicha mezquita fue nuestro siguiente destino. Fue construida a mediados del siglo XVI y es, sin duda, una de las construcciones más bellas de la ciudad.

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Tras la comida, pasamos la tarde tranquilamente comprando en el Gran Bazar. No me gusta regatear y creo que no soy demasiado bueno en ello. Aún así pagué lo que consideraba justo por lo que compré. De vuelta al hotel pasamos también por el Bazar de las Especias.

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A continuación entré a la mezquita de Rüstem Pasha. Es bonita, pero nada que sorprenda después de ver las dos grandes mezquitas de la ciudad. Cuando me encaminaba a visitar la Nueva Mezquita, comenzaron a atronar por los altavoces de los minaretes los cánticos que llaman a los musulmanes a misa. Hay una mezquita cada 200 metros como mucho, por lo que puedes oír cánticos viniendo de todas direcciones. En ese instante, tan inexplicablemente bello, es cuando sientes que estás en otro mundo, a miles de kilómetros de casa. Es en ese momento, también, cuando los centenares de kilómetros entre Alemania y España parecen acortarse. Te das cuenta de que por primera vez estás fuera de Europa… y te sientes un poco menos paleto.

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A la mañana siguiente tocaba la segunda salida para que los músculos no se entumeciesen demasiado. Esta vez me quedé sólo por Sultanahmet, añadiendo al recorrido el parque de Gülhane.

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Ese día, el penúltimo, cogimos el ferry que cruza a Asia, al barrio de Üsküdar. Allí visitamos dos mezquitas, la de Atik Valide y la de Sakirin, cuyas construcciones están separadas por más de 400 años. Lo más interesante es el viaje en sí, el paso de Europa a Asia. El barrio no tiene nada de especial.

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La última mañana en la ciudad la pasamos en un baño turco construido en el siglo XVI. Los últimos dos días, como puede verse, fueron extremadamente relajados. Creo que tres días es tiempo más que suficiente para visitar lo más importante de la ciudad, salvo que estés interesado en el arte moderno, ya que hay muchas galerías de este estilo. Antes de partir hacia el aeropuerto pude -por fin- visitar la Nueva Mezquita, construida a finales del siglo XVI.

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Resulta curioso ver a centenares de personas durante todo el día pescando en el Puente Gálata. En el área que rodea a éste se pueden adquirir bocadillos de pescado fresco por unos dos euros, algo bastante típico allí. He de recalcar lo extremadamente agradable y servicial que era la gente, aunque en las zonas más turísticas los hosteleros resultaban, a veces, realmente agobiantes.

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Una última visita al parque de Sultanahmet cerró un viaje a una ciudad que merece toda su fama. Que te encante viajar debe de ser la peor maldición de todas. En lugar de apaciguar el deseo de salir durante una temporada, aumenta más si cabe las ganas de seguir conociendo mundo. Por lo menos en mi caso.

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