San Petersburgo. Los que me conocen bien saben que es una ciudad que deseaba visitar desde hacía años. Cuando a la gente le decía que prefería visitar Moscú o San Petersburgo antes que Nueva York, la respuesta solía ser una mirada que desprendía perplejidad. Pese a que -ya lo adelanto- la ciudad me ha decepcionado un poco, me sigo reafirmando respecto a Moscú. Qué queréis que os diga, prefiero posar mis pies sobre la Plaza Roja antes que pasear entre los rascacielos neoyorquinos. Y no es que sea precisamente Trotski, pero me fascina la historia de la nación rusa. Soy raro, lo sé.
Nada más llegar al aeropuerto uno se percata de que ya no está ni en Alemania ni en España. El autobús que lleva a la ciudad, y que supuestamente pasa en intervalos de 15 minutos, tarda más de media hora en llegar. Las furgonetas privadas que funcionan a modo de lanzaderas sí que pasan constantemente. La diferencia de precio es escasa, pero nada más llegar inspira más confianza el transporte metropolitano. Más tarde comprobaríamos que es un medio que utilizan los rusos en su día a día, ya que cubre huecos dejados por la -muy mejorable- red de transporte de la ciudad.
El cirílico y el bajo nivel de inglés de la población hacen no demasiado sencillo el moverse por tu cuenta, pero es perfectamente factible. Bueno, en realidad sólo se complica si deseas ir a Peterhof o Pushkin por tu cuenta.
Como ya escribí, hace dos meses estuve en Estambul. Resulta curioso el contraste entre ambas ciudades. Los ojos nos dicen, mientras recorremos sus calles y plazas, que San Petersburgo es una ciudad mucho más europea que Estambul. Sin embargo, bajo mi punto de vista, culturalmente no sabría decir quién está más alejado, religiones aparte. Sí sabría decir quién está menos abierto a Europa Occidental (¡Hola visado!). Es algo que se nota en el turismo. En el hotel casi todos los clientes eran rusos y no se veían demasiados extranjeros por la ciudad, pese a ser semana santa. En definitiva, después de este viaje comprendo mejor las tensiones y la frialdad que han acompañado históricamente a las relaciones entre Europa Occidental y Rusia.
Nuestro hotel se encontraba bastante cerca de la gran atracción (junto al Hermitage) de la ciudad. No decepciona. Preciosa tanto por dentro como por fuera, de lo más bonito que he visto nunca. Hablo de la iglesia sobre la sangre derramada, creada en memoria del zar Alejandro II, que fue asesinado en el lugar donde ahora se asienta la iglesia.
La luz desaparecía del todo bastante tarde (sobre las 22:30), así que pudimos estirar bastante los días. Al hotel llegamos a las 20:00, por lo que tuvimos tiempo para dar una pequeña vuelta por el centro y visitar el otro gran punto de interés de la ciudad, la Plaza del Palacio.
A la mañana siguiente recorrimos Nevsky Prospect desde el hotel hasta la Plaza del Palacio, ya que dedicaríamos medio día a visitar la colección del Hermitage. Se trata de la arteria principal de la ciudad y alberga muchos de los edificios más importantes de ésta, como la Catedral de Kazan o el Palacio Stroganov.
La colección del Hermitage es abrumadora. Yo me concentré en ver lo que más me interesaba, ya que intentar verlo todo resulta imposible. La exhibición me parece de menos nivel que la del Louvre o la del British Museum + National Gallery. Lo que realmente eleva la experiencia a un nivel superior es su exposición en uno de los palacios más importantes e impresionantes del mundo. Eso sí que es difícil de superar.
Durante todo el viaje disfrutamos de un tiempo espectacular, teniendo en cuenta la latitud a la que se encuentra la ciudad, claro. Del Hermitage fuimos hacia la Fortaleza de San Pedro y San Pablo, lugar en el que se fundó San Petersburgo en 1703. Desde la isla que alberga la fortaleza puede observarse como la cúpula de la Catedral de San Isaac domina el skyline de la ciudad.
En la catedral se encuentran los restos de la gran mayoría de los zares rusos, destacando la tumba de Pedro el Grande.
Desde la fortaleza nos dirigimos a la iglesia sobre la sangre derramada para visitar su interior. Un auténtico espectáculo. Posteriormente fuimos a la Catedral de Kazan, cuyo interior también es bastante interesante. No se podían hacer fotos en su interior, algo que nos sucedió en varias iglesias.
Una vez llegada la hora del cierre de museos e iglesias, nos dedicamos a pasear por la parte noreste del centro histórico, donde se encuentran el Museo Ruso o el Campo de Marte, entre otros lugares.
A la mañana siguiente nos encaminamos, en primer lugar, hacia el monasterio de Alexander Nevsky Lavra. Para los rusos ortodoxos tiene una gran relevancia, ya que se encuentran los restos del mozo que da nombre al monasterio (santificado por la iglesia ortodoxa). Una de las cosas que más me ha sorprendido en este viaje es la religiosidad de los rusos ortodoxos, con un fervor y unos rituales más cercanos a los musulmanes que a los católicos (incluyendo pañuelo en la cabeza en las mujeres). El monasterio en sí me decepcionó. Supuestamente es uno de los grandes puntos de interés de la ciudad, pero no llamó especialmente la atención. Lo más interesante, para mí, fue ver las tumbas de Dostoyevsky y Tchaikovsky.
Desde el monasterio fuimos en metro hasta la plaza de Sennaya, cerca de la que se encuentran el teatro Mariinsky o la Catedral de San Nicolás, así como las casas en las que Dostoyevsky estuvo viviendo mientras escribía Crimen y Castigo. Por dichas calles están las posibles localizaciones de la casa del prestamista (primera foto de la derecha) y de Raskolnikov.
La Almirancia y la Catedral de San Isaac son dos de los edificios que más destacan en el paisaje de la ciudad. Junto a ellos se encuentra la estatua de Pedro el Grande. El interior de la catedral impresiona. Se puede ascender a la cúpula para obtener una de las mejores panorámicas de la ciudad.
Después de comer visitamos la casa-museo de Dovstoyevsky, lugar en el que el escritor pasó los últimos años de su vida y escribió Los Hermanos Karamazov. En la guía de Lonely Planet dicen que la Iglesia de la Transfiguración y la de Vladimirskaya son dos de las más bonitas de la ciudad, pero para mí fueron las menos destacables de las que vimos. Por contra, el Convento de Smolny sí que me sorprendió. Mucho más bonito que el monasterio de Alexander Nevsky.
El último día lo dedicamos a los palacios de la periferia. En primer lugar fuimos a Peterhof. Es muy bonito, pero los últimos coletazos del invierno ruso y el hecho de que no estuvieran las fuentes en marcha le restó mucha espectacularidad. A ver si alguna vez puedo volver a la ciudad en pleno verano y disfrutar así del palacio en todo su esplendor.
Como no merecía mucho la pena quedarse paseando por los secos jardines del palacio, decidimos ir al palacio de Tsarskoye Selo, situado junto a la localidad de Pushkin. En este caso estaban pintando el palacio, preparándolo para los turistas veraniegos. Por suerte, ya habían terminado con gran parte de éste. La verdad es que me resultaría difícil tener que quedarme con uno de los dos palacios. Creo que merece la pena visitar los dos. Yo pensaba que no iba a poder, y era lo que más me preocupaba del viaje.
La última noche en la ciudad saqué la cámara de paseo. Sin trípode y con una compacta, hice lo que pude. ¿He dicho ya que me enamoré de la iglesia?
La última mañana, antes de irnos al aeropuerto, visitamos el Museo Ruso, donde se albergan obras de algunos de los pintores más importantes de la historia rusa. Pese al menor tamaño y la menor relevancia de las obras respecto a la colección del Hermitage, sigue siendo una visita interesante.
No sueno muy decepcionado, ¿verdad? Sin embargo, era la sensación que tenía recorriendo la ciudad, salvo en los puntos más importantes de ésta. Demasiadas expectativas y dos viajes a dos preciosas ciudades muy cerca (Viena y Estambul) pueden haber afectado a mi juicio. Pensaba que San Petersburgo iba a entrar directa a mi top 5. No ha entrado, pero no andará demasiado lejos. Se confirma como una de las ciudades de visita obligada en Europa.