Hasta hace una semana, Amsterdam era mi gran asignatura pendiente en Europa Occidental. Recuerdo que cuando visité Bélgica, en septiembre de 2010, la ciudad holandesa era la otra opción candidata. Al final, a causa del precio del vuelo, el viaje a ésta fue aplazado. El hecho de que la de Amsterdam fuese la maratón elegida para otoño de 2014 (decisión tomada hace prácticamente un año) hizo que la espera fuese aún mayor.
Nuestro alojamiento se encontraba junto a la entrada principal del Vondelpark. Tras dejar las maletas, y en vista del mal tiempo existente, decidimos iniciar los 4 días en la región con la visita al Rijksmuseum. El museo se centra en la edad de oro de la pintura holandesa, siendo -para mí- la gran atracción el cuadro de La Lechera de Vermeer.
Si hay una ciudad que merece el tan manido apodo de La Venecia del Norte, no es otra que Amsterdam. Son innumerables los canales y puentes que recorren sus calles. Pasear por ellas sería una auténtica delicia si no fuera por las endemoniadas bicicletas. Me parece genial que se potencie el uso de la bicicleta y se le de preferencia respecto a los vehículos de motor, pero no me gustó nada el poco respeto que vi hacia los peatones. Los pasos de cebra no existían para los ciclistas.
El Museo de Ana Frank, pese a la larga cola y a que no he leído el libro, me pareció realmente interesante. Por otro lado, no entiendo a qué viene tanto alboroto con el barrio rojo. Pero bueno, como curiosidad está bien.
El segundo día comenzó con un paseo por el Vondelpark. El domingo acabaría conociéndolo mejor todavía, ya que la maratón atraviesa el parque dos veces: del 2 al 4 (cuando estás en plan «estoy corriendo una maratón, esto es la leche») y del 38 al 40 (cuando el discurso cambia a «qué demonios hago aquí, que esto se acabe ya por favor» o «hay gofres con Nutella a la vuelta de la esquina y yo aquí haciendo el gilipollas»).
A la fábrica de Heineken no entramos. 18 euros me parecen demasiados para ver cómo se fabrica una cerveza que no me gusta. Me guardo mi dinero para cuando visite la de Guinness en Dublín.
He de decir que la ciudad no me llegó a encandilar. Dimos largos paseos por el centro y, aunque es bonita, no me parece una de las ciudades más interesantes de Europa. Llevaba mucho tiempo queriendo ir y las expectativas eran altas, por lo que no pude evitar sentirme algo decepcionado.
Esta semana fui al médico y me confirmó lo que ya sospechaba: Sufro un severo ataque de insensibilidad y agotamiento respecto a la arquitectura centroeuropea. Me ha recomendado viajar el año que viene menos por Europa e irme algo más lejos. «He oído que Yellowstone y Petra molan bastante» fueron sus últimas palabras.
Lo que sí que no decepciona es el Museo de Van Gogh. No contiene las obras que más me gustan del pintor holandés, pero es una delicia como está montada la exposición.
El día antes de la carrera (además de pegarme una siestaza) pude visitar dos pequeñas localidades holandesas. En primer lugar fuimos a Zaanse Schans, una especie de Disneyland con molinos de viento. Es bonita, pero me influenció saber que el pueblo se había creado con un objetivo turístico, proviniendo sus casas de otros puntos del país.
Después de comer estuvimos en la población de Haarlem. No está nada mal, pero ya he explicado la enfermedad que sufro. Ambas se encuentran a escasos 20 minutos en tren desde Amsterdam, por lo que no se requiere demasiado tiempo para su visita.
Y llegamos al gran día (para mí, para vosotros más rollo aún). A dos semanas vista de la carrera estaba en las mejores condiciones que había estado nunca. Las piernas estaban perfectas y el entrenamiento había sido más exigente que en las dos maratones anteriores. Sin embargo, cometí un error enorme. El fin de semana anterior salí de casa los tres días mal abrigado, por lo que cogí un trancazo importante.
Me parece que los corredores a veces ponemos excusas poco convincentes cuando nos va mal una carrera: hacía algo de viento (esta es de las favoritas), me dolía una uña del pie, había demasiada gente, he dormido mal… Hay que asumir que muchas veces, simplemente, no tenemos el día. De cualquier modo, este no es el caso («claro, claro, tú eres distinto»). Tuve que ir vaciando mi sistema respiratorio prácticamente a cada kilómetro, además de notar que el cuerpo no tiraba como debía.
Pasé la media maratón ya con un minuto de retraso respecto a lo previsto, sufriendo para mantener un ritmo que queda muy lejos de mi nivel actual. Sinceramente, creía que el resfriado no me iba a pasar tanta factura, pero estamos hablando de más de 3 horas corriendo a un ritmo decente. No estar al 100% se tiene que notar.
Alrededor del kilómetro 25 me di cuenta de que no iba a mejorar mi tiempo en Viena, por lo que decidí tomármelo con calma y castigar lo menos posible las piernas. Me daba lo mismo hacer 3:37, 3:42, 3:45 o 3:48.
Lo más importante era completar mi tercera maratón, algo que hice sin mayores problemas. Siempre se aprende algo en cada carrera. La lección en Amsterdam es clara: Si de verdad quieres mejorar tu tiempo ostensiblemente, tómate en serio todos los aspectos que influyen en la carrera y no hagas tonterías. Para París ya lo sé. Ojalá fuera este domingo, pero me toca esperar cerca de 6 meses.
Respecto a la carrera en sí sólo decir que está organizada de forma brillante y que tiene muchos tramos preciosos, destacando por encima de todos la salida y la llegada en el estadio olímpico. Como carrera seguramente sea mejor que Frankfurt y Viena, aunque es ligeramente menos rápida. De cualquier modo, estamos hablando de tres de las 25 mejores maratones del mundo.
La Amsterdam Marathon no ha salido como esperaba y deseaba, pero ha sido una grandísima experiencia. Dadas las circunstancias acabé contento. Terminar una maratón sin arrastrarse siempre es motivo de orgullo. En definitiva, otra maratón en el bolsillo, con varios momentos de esos que quedan grabados a fuego en tu memoria.